CONCORDIA, OLANCHO.
El municipio de Concordia, en el oriental departamento de Olancho, ha tocado fondo. En un video difundido públicamente, el alcalde Marcio Suazo clama desesperadamente por la intervención de las Fuerzas Armadas, luego de que la violencia y las amenazas alcanzaran a maestros, escolares y personal sanitario en varias aldeas de la localidad.
“Desde hace muchos días han estado mandando amenazas a enfermeras y a maestros que están trabajando en esas aldeas”, denunció el edil en una declaración que más que institucional, suena a súplica.
Y no es para menos. Las amenazas se materializaron en un mensaje directo y escalofriante: “Les damos dos días para que se vayan de aquí, si no ya saben”, rezaba un rótulo dejado a la vista de docentes y estudiantes en la escuela Federico Meza, en la comunidad de Pedernales.
Los efectos del miedo no se han hecho esperar, clases suspendidas, centros de salud cerrados y familias desplazadas de sus hogares.
En un país donde el éxodo forzado suele estar relacionado con la pobreza o la migración hacia el norte, aquí el enemigo está dentro y en silencio: el crimen organizado, el narcotráfico, o la simple impunidad —nadie lo nombra, pero todos lo saben.
La situación pone en evidencia una cruda realidad: el Estado ha perdido el control territorial en varias zonas rurales del país, y Concordia es solo el más reciente ejemplo de una tendencia alarmante.
La intervención militar solicitada por el alcalde, más que una solución estructural, parece ser la única medida inmediata para evitar una tragedia mayor. Pero ¿qué sucede después? ¿Se puede vivir con normalidad bajo una tutela armada?
Suazo admite con franqueza que el problema “se salió de las manos”, una confesión que debería sacudir a las autoridades nacionales.
Si los gobiernos locales no tienen herramientas para proteger a sus comunidades, y el gobierno central permanece distante o reactivo, ¿quién responde por la seguridad de los más vulnerables?
Esta es una llamada de emergencia que no solo debe escucharse en los cuarteles, sino también en los despachos de Tegucigalpa. Porque si la escuela y el centro de salud —dos pilares fundamentales del tejido social— son objetivos del crimen, estamos ante una descomposición que requiere más que soldados: requiere voluntad política, justicia efectiva y una estrategia nacional de seguridad que no llegue siempre tarde.