Las masacres, las ejecuciones, las desapariciones forzadas y la impunidad son cotidianas desde hace dos décadas.
MÉXICO.
(RT en Español)- En 2009, un hombre llamado Santiago Meza López fue detenido y confesó que había disuelto 300 cuerpos en ácido en varios predios en Tijuana, la ciudad mexicana fronteriza con EE.UU., cuna del que fuera uno de los cárteles más poderosos del país, al mando de los hermanos Arellano Félix.
Lo bautizaron ‘El Pozolero’, en una macabra alusión a un guiso mexicano elaborado con carne y maíz que, en el argot criminal, se transformó en verbo: ‘pozolear’, es decir, disolver en ácido los restos de personas asesinadas.
Fue la primera vez que la sociedad mexicana conoció las nuevas y macabras técnicas que estaban usando los cárteles para concretar desapariciones masivas y tratar de borrar todo rastro de sus víctimas. Y no fue la última.

A principios de marzo, el colectivo Guerreros Buscadores de Jalisco encontró un centro de exterminio en el Rancho Izaguirre, ubicado en Teuchitlán, Jalisco. Había restos humanos, fosas clandestinas, hornos no convencionales en los que, sospechan, el Cártel Jalisco Nueva Generación incineraba a sus víctimas.
También servía como «campo de entrenamiento», ya que los cárteles secuestran a hombres, en su mayoría jóvenes, para obligarlos, bajo tortura, a sumarse al crimen organizado como sicarios. En muchos casos los raptan en las centrales de autobuses o los atraen con falsas ofertas de trabajo que publican en las redes sociales. Una vez que los interesados llegan al lugar de la reunión, los encapuchan y comienza el martirio.
Conmoción
Los narcos los llevaban a «la escuelita del horror». Así denominaron algunos sobrevivientes el rancho de Jalisco del que lograron escapar, y que es apenas uno de los tantos que se han descubierto en todo el país, en donde les enseñan a manejar armas, a torturar, asesinar, desmembrar, enterrar cuerpos. A desaparecer personas.
Las imágenes que han recorrido el mundo son las de cientos de zapatos amontonados y llenos de tierra, junto con la ropa y las mochilas de las víctimas, y que han sido equiparadas con las históricas fotografías de los campos de concentración nazis.

«Vamos de horror en horror», dice a RT Marcela Turati, periodista especializada en la cobertura de las víctimas del narcotráfico, y quien en su más reciente libro, ‘San Fernando. Última parada’, describe los cada vez más violentos e inhumanos mecanismos que usan los cárteles y que ahora, con el caso de Jalisco, volvieron a quedar en evidencia.
Recuerda que en 2010, poco tiempo después de que se conocieran los crímenes masivos de ‘El Pozolero’, 72 migrantes fueron masacrados en San Fernando, una ciudad del estado de Tamaulipas. Habían sido secuestrados por Los Zetas, un cártel que los extorsionaba o los obligaba a incorporarse a la organizacion criminal.
Los cuerpos eran de adultos y estaban completos, explica Turati. Pronto eso cambiaría.
Cronología del espanto
El 18 de marzo de 2011, Los Zetas irrumpieron en el municipio de Allende, en Coahuila. Durante dos días impusieron el terror y se llevaron a por lo menos 26 personas. Para desaparecer los cuerpos, los trasladaron a un rancho, los rociaron con gasolina, los metieron a toneles de metal y los incineraron. Luego se descubrió que ya habían hecho lo mismo en diferentes períodos, por lo que la lista rozaba las 300 víctimas.
Un año más tarde, en abril de 2011, en un hecho que se conoció como la segunda masacre de San Fernando, (Tamaulipas), fueron encontradas 193 víctimas. Eran personas reportadas como desaparecidas que fueron asesinadas en masa.

En septiembre de 2014, 43 estudiantes de la escuela rural de Ayotzinapa fueron desaparecidos en Iguala (Guerrero), durante una cacería en la que participaron narcotraficantes, policías estatales, municipales y federales y militares. La violación masiva de derechos humanos tuvo amplia repercusión internacional y se convirtió en un caso emblemático que hoy, como casi todos, permanece impune. No se sabe dónde están los jóvenes, ni qué les hicieron.
Años más tarde, en 2017, se descubrió que, entre 2009 y 2012, Los Zetas habían controlado por completo el Centro de Readaptación Social de Piedras Negras (una cárcel de Coahuila) y que ahí habían asesinado e incinerado a por lo menos 150 personas.
Los niveles de violencia generaban estupefacción, pero la conmoción se apaciguaba hasta que los criminales volvían a sorprender con su crueldad. Así ocurrió en 2018, cuando se descubrieron fosas clandestinas en Veracruz con al menos 174 cuerpos. Había ropa de bebé.
Eran tantos los muertos desperdigados por el país que se generó una crisis forense que todavía no se resuelve y que se traduce en decenas de miles de cuerpos sin identificar. Se trata de personas que siguen siendo buscadas por sus familiares, quienes, si por fin los encontraran, tendrían algo de paz.
Deshumanización
En 2018, la crisis forense quedó en evidencia con los llamados «tráilers de la muerte» en Jalisco, camiones apostados en las calles de Guadalajara (Jalisco) con 322 cuerpos que ya no cabían en las morgues.
Ese mismo año, el 19 de marzo y también en Jalisco, tres estudiantes de cine fueron secuestrados por el Cártel Jalisco Nueva Generación después de filmar una tarea de la universidad. Su desaparición mantuvo en vilo a los medios, a la ciudadanía. Un mes después, las autoridades confirmaron que sus cuerpos habían sido disueltos en ácido. Los ‘pozoleros’ se habían dispersado por todo el país.
En el mismo estado, se encontró un centro de adiestramiento de sicarios. Sobrevivientes que lograron escapar contaron las torturas, la deshumanización, la manera en la que los narcos los esclavizaron. Eran desaparecidos que estaban vivos, pero, como ellos mismos definían, en el infierno.
Las cifras de muertos y desaparecidos continuaron en aumento. En 2021, ya durante el Gobierno de Andrés Manuel López Obrador, la Comisión Nacional de Búsqueda reveló el hallazgo de un centro de exterminio en Matamoros (Tamaulipas), llamado La Bartolina.

La tétrica novedad es que ya no reportaron un número de cuerpos, sino el peso de los restos humanos. Era más de media tonelada de huesos humanos, la cantidad más grande encontrada hasta entonces en ese país. Solo fragmentos que complicaban todavía más la identificación.
Y así han seguido las balaceras, las ejecuciones, los secuestros, las desapariciones, las fosas clandestinas, los cuerpos desmembrados, las marchas y protestas muchas veces solitarias de los familiares. Cada tanto, como ocurre ahora con Teuchitlán, la conmoción social reaparece ante tanta violencia.
Promesas
Turati explica algunas falencias con las que las autoridades enfrentan la crisis humanitaria. «No tenemos un banco nacional de datos genéticos, desmantelaron el recién creado Centro Nacional de Identificacion Humana, exijamos aunque sea eso, que tengan material genético de las personas que buscan a sus familiares y que lo contrasten con los cuerpos, porque esto va a seguir pasando», dice.
Estas fueron algunas de las exigencias de los colectivos de familiares y organizaciones de derechos humanos durante la triste vigilia nacional que llevaron a cabo el pasado fin de semana, cuando, a propósito de Teuchitán, el nuevo símbolo del horror, colmaron las plazas del país con flores, velas y zapatos de sus desaparecidos.
El lunes, Sheinbaum les respondió con una batería de acciones para reforzar y profesionalizar las búsquedas, como la creación de una Base Única de Información Forense y una Plataforma Nacional de Identificación Humana, equiparar el delito de desaparición al de secuestro para homologar penas y dar a conocer mensualmente los avances de las investigaciones por desaparición forzada.
Se comprometió, sobre todo, a que jamás se enfrentará con las familias de los desaparecidos, a que buscará verdad y justicia y a que su Gobierno no violará los derechos humanos. Es lo que esperan las víctimas.