TEGUCIGALPA, HONDURAS.
En un país marcado por una historia de tensiones entre el poder civil y militar, las recientes declaraciones del jefe del Estado Mayor Conjunto, general Roosevelt Hernández, reavivan el debate sobre la verdadera naturaleza de las Fuerzas Armadas.
En entrevista con el medio UNETV, el máximo jerarca castrense sostuvo que la institución armada es un “instrumento de poder” al servicio del gobierno, dejando entrever una visión que plantea preocupantes interrogantes sobre la neutralidad militar en tiempos democráticos.
“Las Fuerzas Armadas son un instrumento de poder, es el poder político que comanda (…) y las decisiones que el gobierno tome emplearán esta institución para los fines políticos que ellos tengan”, afirmó Hernández con total claridad.
Aunque matizó que los militares “no deliberan” y se mantienen “obedientes” a las decisiones del poder político, sus palabras no han pasado desapercibidas en círculos académicos y políticos, donde se advierte que la subordinación de las Fuerzas Armadas debe estar al Estado y la Constitución, no necesariamente a las decisiones del gobierno de turno.
¿Neutralidad institucional o alineamiento político?
El general Hernández insistió en que los uniformados “no votan ni toman decisiones políticas”, pero dejó claro que están para “acompañar gestas políticas que beneficien a la colectividad” y para “proteger al gobierno”.
Ese enunciado, en el contexto actual de polarización y fragilidad institucional, despierta alarmas sobre un posible desdibujamiento de los límites entre la función militar y la política partidaria.
En un sistema democrático, las Fuerzas Armadas deben mantenerse neutrales, obedientes a la Constitución y alejadas del uso político.
Pero el lenguaje del general sugiere una identificación directa con el proyecto gubernamental, lo que puede leerse como una forma de alineamiento que compromete su independencia institucional.
Del poder armado a la opinión económica
En un giro inesperado, el jefe militar también se aventuró a hacer un diagnóstico estructural del país.
Citando al historiador Yuval Noah Harari, Hernández advirtió que Honduras está destinada a desaparecer si no cambia “el modelo económico y el sistema educativo”.
Aunque no detalló qué tipo de modelo propone, afirmó que sin una reforma económica no será posible transformar el sistema educativo, señalando que son desafíos “a los que debe prestarse atención”.
Estas afirmaciones, aunque válidas como preocupación nacional, generan inquietud cuando provienen del estamento militar, cuya función constitucional no incluye definir —ni mucho menos orientar— la política económica del país.
Que el máximo jefe castrense emita valoraciones estructurales sin respaldo técnico ni mandato civil, puede interpretarse como una intromisión indirecta en el debate político y social, y proyecta a los militares como actores activos más allá de su mandato legal.
¿Una declaración aislada o una nueva doctrina militar?
En la misma entrevista, Hernández reivindicó el papel de las Fuerzas Armadas como “geopolíticos y geoestrategas” —una visión tecnocrática que, si bien puede ser parte de su formación, también corre el riesgo de convertirse en una justificación para que la institución militar amplíe su margen de acción en áreas que son propias del poder civil.
Estas declaraciones, en voz del máximo jefe castrense, no deben verse como meras opiniones personales. Tienen peso institucional y podrían marcar el tono de futuras intervenciones militares en momentos clave para el país, especialmente cuando se aproximan procesos electorales o reformas estructurales que generan resistencia.
¿A quién obedecen las armas?
La Constitución hondureña establece con claridad que las Fuerzas Armadas existen para defender la soberanía, mantener el orden constitucional y servir a la patria.
Subordinar esa función al “proyecto político del gobierno” puede parecer leal en lo inmediato, pero se convierte en una amenaza a largo plazo para la institucionalidad democrática.
Con sus palabras, el general Roosevelt Hernández no solo redefine el rol militar: también dibuja un horizonte incierto sobre la frontera entre la obediencia institucional y la instrumentalización política.
En una democracia frágil, esa línea no solo debe respetarse, sino defenderse con firmeza.