Tras un nombre ficticio y la oscuridad del contraluz, Rosa, Valentina y Rosario, víctimas de persecución política o de las más crueles formas de violencia, son algunos de los 74.764 rostros que se ocultan en la avalancha inédita de solicitudes de refugio que México ha recibido durante el primer semestre del año.
Aunque sus trámites ante la Comisión Mexicana de Ayuda a Refugiados (Comar) se encuentren en etapas avanzadas, lo que las protege de la deportación, por seguridad muchos se niegan a poner cara a las frías cifras, que de mantenerse supondrán un récord de 150.000 en todo el año.
El caso de Valentina, ecuatoriana de 47 años, es extraordinario por la brevedad de su proceso, pues en apenas unos días obtuvo su condición de refugiada -cuando suelen demorarse largos meses-, pero también es usual la violencia que justificó su viaje.
Salió de Guayaquil después de que, en medio de la ola de violencia que azota a la ciudad, el crimen organizado asesinara a una mujer de un local vecino a su restaurante por haber denunciado las extorsiones que padecían.
«El mismo día que denunció le pegaron un disparo y toda la sangre me cayó a mí. Al día siguiente, abrí mi local, vi una bala ahí y pensé que esa era para mí», relató Valentina, quien escogió este sobrenombre por seguridad, en entrevista con EFE.
Lo que vino después no fue mejor: un grupo de mexicanos la secuestraron, violaron y la separaron de su hija de 23 años a su llegada a México.
La violencia y la extorsión también empujaron a Rosa, de 22 años, lejos de Comayagua, antigua capital de Honduras. Sola, emprendió un camino a ninguna parte con el único afán de no regresar nunca más a su país.
«Quiero un futuro diferente y, si me lo ofrece México, me quedo acá. Si no, me iré a Estados Unidos», reconoció la joven, a la espera de que la Comar resuelva su caso.
Rosario completa la amalgama de motivos por los que cada vez más personas solicitan refugio: es una de los tantos exfuncionarios guatemaltecos perseguidos por su propio Gobierno.
Tras años de resistencia, a inicios de año la fiscalía emitió una orden de captura en su contra que la acabó expulsando de su país.
Cuando cruzó el control de pasaportes del aeropuerto de Ciudad de México, dice, quisiera haberse hincado a besar el suelo como muestra de agradecimiento.
«En ese momento no tenía nostalgia por lo que dejé, lo que tenía era la necesidad de estar en un lugar seguro, porque sentía que en Guatemala podía perder mi vida», incidió.
«CREO QUE EL FUTURO VA A ESTAR BIEN»
En su búsqueda de futuro, las migrantes consultadas por EFE, así como otros varios miles, van de la mano de organizaciones como Asylum Access o Casa Mambré, que les otorgan acompañamiento legal en sus trámites ante la Comar.
Una vez que las reconozcan como refugiadas tendrán derecho a trabajar de forma regular, a la educación, a la salud y a la reunificación familiar. Esto último es prioridad para Rosa, quien dejó a sus dos hijos en Honduras.
«Creo que el futuro va a estar bien, porque aquí me están apoyando y ayudando a estudiar, a trabajar y con mi residencia permanente. Espero que llegue un momento en el que pueda tener estabilidad, mis papeles legales y lo económico para traer a mis hijos», comentó la hondureña, reflejo de que México es cada vez más un país de destino.
Rosario, en cambio, no quiere cerrarle la puerta a un regreso que, con algo de suerte y si la justicia guatemalteca no interfiere, podría llegar a partir del 20 de agosto si el candidato progresista Bernardo Arévalo se impone en la segunda vuelta de las elecciones presidenciales.
«Yo quiero regresar a mi país, es mi ilusión más grande, pero he pensado que puedo sacar algún posgrado o doctorado», barajó.
La única que ya tiene estatus de refugiada es también la única que quiere seguir su viaje hacia el norte porque quiere huir lo más lejos posible de quienes abusaron de ella.
«No veo un futuro en México, porque las personas que me secuestraron me andan buscando. Tengo pánico de que me encuentren y me pase algo», aseveró Valentina, con una voz al borde del llanto.
Con información de EFE